viernes, 21 de junio de 2013
quiero a mi mamá
Cuando yo era chica, a mi mamá le encantaba comerse, a media mañana, un bife de lomo cocinado en una sartencita negra y pequeña (que ahora está colgada en mii cocina). Al fondo de cocción del bife le agregaba más aceite y se freía un huevo, que casi siempre tenía dos yemas (pero muy casi siempre). Yo repetía la pregunta:- por qué a vos te tocan los de doble yema? y ella repetía la respuesta:- porque yo sé cuáles son. Ya había dejado de ser chica hacía mucho, cuando me dí cuenta de que casi siempre se hacía dos huevos fritos.
martes, 4 de junio de 2013
LOS HERMANOS
Cuando
la enterraron; solo estaban en el Cementerio, él y los sepultureros.
Al
ver bajar el cajón a la fosa sintió un desgarro tal que le impidió siquiera
llorar. A medida que la tierra iba cubriéndola,
no podía dejar de pensar en qué haría ahora. Era un sentimiento extraño,
nuevo, se sentía desgarrado y perdido, no sentía dolor. Finalmente terminaron
de tapar la tumba, se despidió de los hombres que la enterraron y se quedó
parado allí. El sol comenzó a esconderse y el silencio era tremendo.
Decidió
que era hora de volver a casa y ver qué pasaba con su vida, con la vida que
quedaba sin ella. Ella que había estado ahí durante todo el tiempo.
Supone que cuando nació, su madre lo puso en
sus brazos y dejó que se ocupara de él. No era mucho más grande, pero puede
decirse que su madre se desentendió de él
y ella aceptó gustosa ese juguete
vivo que le hiciera.
La
enorme casona al pie del cerro era, no solamente hermosa, sino lo
suficientemente grande y de arquitectura tal que les permitía pasar días sin
que casi ni se dieran cuenta de que ellos andaban por allí. Era una casa estilo
colonial, rodeada de enormes galerías con arcadas, estaba llena de macetones
tan grandes que cuando ellos eran chicos les parecían descomunales. Había
puertas por todos lados, que daban al exterior y también otras que comunicaban
los ambientes entre sí. Por ejemplo, había baños que tenían tres puertas, una
al pasillo y dos más a sendos dormitorios.Era un laberinto desconcertante para
quien no estaba absolutamente familiarizado con el diseño. Ello sin contar con
los lugares cercanos a la casa que también servían de refugio, como los
galpones de junto a los corrales, los cerros con piedras gigantes que estaban
“ahicito” nomás, las casas de los empleados y hasta los montecitos de tusca.
Tuvieron
lo que ambos consideraron una infancia feliz. Bastante libre gracias a la
preocupación de los mayores por sus propios afanes. Prácticamente la única
obligación durante mucho tiempo fue ir a la escuela y hacer los deberes, cosas
que hacían sin protestar pero también sin dedicarles demasiado tiempo ni
esmero. Lograban sin embargo, con esa poca dedicación, zafar de retos y
penitencias por no cumplir con sus obligaciones. El resto del tiempo lo
ocupaban en jugar, pasear, soñar, vivir.
Y
fue construyéndose una simbiosis con la misma naturalidad que cambiaban las
estaciones y después de un invierno helado de pronto todo reverdecía y las viñas empezaban a llorar su
savia y se sabía que el invierno había pasado y el frío no volvería a congelar
las manos y los pies y podrían dejar los ladrillos calientes en las camas y los
pañuelos dejarían el ir y venir del bolsillo a la nariz y ya no se pondrían
bufandas ni guantes, ni pesados abrigos que no los dejaban moverse libremente y
también tardarían menos tiempo en vestirse y desvestirse. Los días serían más largos y ellos podrían
estar más tiempo afuera, disfrutando de veras, sin tener que conformarse con
imaginarse disfrutando.Así fueron pareciéndose cada día más, siendo como una
misma persona en dos cuerpos. Se vestían con prendas muy similares: camisa,
jean, puloveres cuello base, zapatillas y camperas. Los dos usaban el pelo
corto, ella nunca se pintó ni usó zapatos de taco, ni polleras o vestidos.
Cuando la hermana tuvo que ir por primera vez al oculista él la acompañó y ya
que estaba se hizo revisar. Consecuencia: salieron los dos con anteojos. Sus
voces también eran parecidas y la entonación igual. Tenían los mismos gustos,
nunca alguno de ellos preparó una comida que al otro no le gustara ni organizó
programa que le pareciera mal. No tenían amigos íntimos individuales, sus
conocidos eran compartidos y cuando alguien disgustaba a uno seguro que al otro
también.
No
sabe ni cuándo ni cómo todo cambió. Sí sabe que la madre murió, lo del padre
fue anterior, casi ni recuerdos tiene de eso porque eran muy chicos y siempre
fue “la mamá” la que se ocupó de todo. Debe haber sido paulatino, pero cuando
se quiso acordar ya nada era igual, ellos ya no eran dueños de la finca, ni de
la casa. Una mañana despertaron en otra casa, en el pueblo. Era una “casita”,
con un dormitorio para cada uno, un solo baño y una cocina comedor. La galería
estaba sobre uno de los costados y apenas pudo su hermana poner unas cuantas
macetas con algunas plantas que hizo de gajos que le regalaron. Tenía un
pequeño patio que continuaba esa galeriíta, pero apenas más allá uno se
encontraba con un tapial de dos metros de alto que impedía que la mirada
siguiera hasta llegar a los cerros y ver la entrada del sol detrás de ellos como
lo hacían en la “casa”, donde desde sus lugares en la galería o en el campo
veían al sol girar iluminando cada una de las piedras, de los árboles, de los
cardones, de los animales, cambiándoles a todos la sombra como en un juego de
dibujos que acababa precisamente cuando decidía que el día debía terminar y se
escondía detrás del cerro para dar la vuelta y empezar un nuevo recorrido al
día siguiente, regalándoles un nuevo día de juegos y aventuras
compartidas.
Ya no eran niños, eran adultos que
no sabían hacer nada de lo que se supone debe saberse para sobrevivir en una
sociedad como la que redescubrieron cuando vinieron a vivir al pueblo. Es
necesario decir redescubrieron porque en realidad ya la conocían, vivían en
ella pero no pertenecían a ella, no se interconectaban con ella, no la
necesitaban, no la querían formando parte de sus vidas. Pero como alguien les
dijo entonces: no podían vivir sin aceptar los códigos y reglas impuestos en
esa sociedad que los acogía sin que ellos lo quisieran y los llamaba a respetar
sus reglas sin que ellos pudieran resistirse.
Sin hablarlo convinieron acceder en parte.
Cada uno haría las cosas que había aprendido jugando en la casa, o sea: ella
trataría de tejer dando verdadera forma de prendas a los tejidos que le gustaba
tanto empezar para no terminar, mezclando puntos y colores tal como le había
enseñado la Chola
y los vendería, y él, que había aprendido a manejar un auto jugando con el peón
y hasta había llegado una vez al pueblo siendo todavía un chico, practicaría un
poco más y pondría empeño para poder trasladar a la gente que quisiera hasta
los lugares que solo ellos conocían, en la finca que había sido su refugio, su
mundo, y ahora era un centro atractivo
para los turistas ávidos de conocer “lugares bellos” que les permitieran
llenarse la boca cuando volvieran a sus hogares. Qué sabrían esos seres
apurados y gritones de mirar y ver, oír y escuchar. Pero bueno, así, sin
decirse nada, cada uno se puso en lo suyo sin más ambición que poder tener para
comer, pagar la casita, la luz, el gas y lo necesario para vivir, seguir juntos
como siempre, alimentando sus recuerdos con más recuerdos.
Si bien eran esos mismos recuerdos
compartidos los que hacían que extrañaran su vida anterior, ninguno de los dos
decía nada al respecto y todo andaba bien, de la manera que ambos querían, sin
pedir más que lo necesario y sin dar más tampoco. Eso era su felicidad.
Siguió
así hasta que un día ella se enfermó de gravedad. Se sentía realmente mal,
estaba pálida, sudaba y tenía un extraño color grisáceo que asustó mucho a su
hermano. No tuvo más remedio que llevarla sin pensarlo demasiado, al hospital.
Entró por la guardia y, con el corazón en la boca, esperó y esperó, viendo ir y
venir a médicos y enfermeras con caras serias y preocupadas, sentado el tiempo
que la ansiedad se lo permitía y parándose cuando ya no aguantaba más. No
quería hablar ni moverse para no molestar la tarea de los médicos que “iban a
curarla”. Finalmente, y después de una espera que le pareció eterna y que lo
dejó tan agotado como si hubiera caminado los cerros de abajo a arriba y de
arriba a abajo todo un día, salió el médico y lo llevó a un consultorio para
hablar. Allí le comentó que ella estaba
grave, que debía quedar internada porque necesitaba cuidados muy especiales, al
parecer un virus había ingresado a su cuerpo invadiéndolo y provocando
distintos desórdenes que iban sumando órganos y funciones en una carrera
violenta y rapidísima. Harían todo lo posible pero no podía darle mayores
esperanzas de recuperación, debía prepararse para lo peor. Dentro de toda la
confusión que tenía en su cabeza durante el monólogo del doctor, lo único que
le quedó claro fue que “debía prepararse para lo peor”. Sabía qué significaban
esas palabras, las había escuchado y hasta dicho muchas veces. Ahora le tocaba
a él entenderlas y pensar: -cómo se prepara uno para separarse de alguien tan
querido, de alguien que es una parte de uno mismo, que es prácticamente uno
mismo. Cómo se prepara para amputarse un pedazo? No tuvo demasiado tiempo para
pensar en ello, menos aún para prepararse. Hubo que hacer trámites en acción
social, ir a la farmacia, cumplir las órdenes de médicos y enfermeras que lo
bombardeaban con pedidos de cosas desconocidas por él hasta ahora. Era
tremendo! El tiempo volaba por ratos y se detenía interminablemente por otros.
Así pasaron lo que luego supo eran dos días. No durmió y casi ni comió durante
ese tiempo. Finalmente, en un momento en que pudo sentarse en el pasillo a
cabecear un rato antes de tener que ir a buscar unos análisis que habían pedido
con urgencia los médicos que se iban sumando en el estudio del caso que
aparentemente era algo extraño para todos, se produjo un alboroto, ir y venir
de gente del hospital con aparatos, sueros y otras cosas. Le pasaban por al
lado como si no existiera, y él se hacía chiquitito para no molestar o a lo
mejor para que lo dejaran estar allí por si algo pasaba, algo que requiriera su
presencia. Y así fue, el primer médico que le había hablado, salió a decirle
que podía despedirse de su hermana, que todo terminaría en minutos. Casi lo
llevó a su lado. Ella dormía, parecía tranquila aunque cansada, tan cansada
como él lo estaba. No supo qué decirle y simplemente le dio un largo beso en su
mejilla y salió nuevamente a sentarse en el pasillo. Al rato todo quedó quieto
y una vez más el médico fue quien se acercó a comunicarle que no habían podido
hacer nada más, que lo iban a ayudar con los trámites y que lo sentía mucho. Le
agradeció y permitió que la asistente social lo acompañara a hacer todo, mejor
dicho, dejó que hiciera ella todo y él se limitó a firmar todos los papeles
necesarios. La gente de la empresa fúnebre hizo su trabajo con eficiencia y sin
molestarlo y así fue que él una tarde vio cómo el cajón descendía a la tierra y
después la tierra caía cubriéndolo y separándolos para siempre o hasta cuando
volvieran a estar juntos en otro lugar.
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