sábado, 25 de mayo de 2013

25 de mayo de 2013
Feliz Día de la Patria para todos! En honor a estos diez años de gobierno nacional y popular, que celebro, apoyo y acompaño, y que me llena de orgullo, las fotos de "mi locro del 25"



martes, 21 de mayo de 2013

Ahora, que hemos recuperado La Patria, y debemos luchar todos los días para conservar lo conseguido y trabajar por lo que falta,

LOCRO

Va una receta de locro para festejar el 25 de mayo. En realidad, se puede hacer con todos los ingredientes que mencionaré, o ir sacándole cosas de acuerdo a los gustos y posibilidades. Lo que no puede faltar, por supuesto, es: maíz pelado, porotos, zapallo, carne, verduras y condimentos. El zapallo es fundamental, porque junto con los porotos y el maíz, le dará a esta especie de sopa, la consistencia y el color necesarios. También es muy importante el tiempo de cocción, que debe ser “mucho”, cuanto más, mejor. No sé hacer locro para pocos, por lo tanto la receta es como para que inviten a algunos a comer, o frizen lo que queda.
Remojar toda una noche ½ kilo de maíz pelado y ½ kilo de porotos, a algunos les gusta con más maíz que porotos.
Al día siguiente poner en una olla grande, con abundante agua, estos dos elementos (previamente bien enjuagados), agregar 1 kilo de carne (cualquier blando está bien porque se cocina mucho y termina siempre tierna), 1 kilo de buen zapallo, 1 tomate, 1 pimiento, 1 cebolla, 1 puerro, un ramo formado por hojas de acelga, orégano, 1 hoja de laurel y alguna otra hierba que les guste, como si fueran a hacer un puchero. También se agregan huecitos de chancho salados (bien lavados) y cueritos.  Condimentar un poco, yo no lo salo hasta último momento porque, al ponerle panceta y chorizo se corre el riesgo de pasarse con la sal. Así, ponemos todo a hervir durante, al menos, 2 horas, revolviendo de vez en cuando. Pasado este tiempo, sacamos la carne, la cortamos en cubos medianos (en algunos casos se deshilacha), agregamos chorizo colorado (al menos dos) en rodajas, y panceta en cubos. Si se quiere con tripa gorda, es conveniente limpiarla bien y hervirla aparte, cortarla en anillos de 1 cm. aproximadamente, y agregarla en este momento. Si el zapallo se ha puesto en un solo trozo, es momento de sacarle la cáscara para que termine de desarmarse en el caldo. Es bueno ir agregándole agua a medida que se va evaporando y no olvidarse de revolver, esta acción va a hacer que quede bien “pulsado”. Seguimos hirviéndolo por lo menos 1 hora más, si son 2 mejor. Al servirlo (directamente en platos hondos), lo chorreamos con salcita colorada (consiste en calentar grasa o aceite a la que se le agrega pimentón cuidando que éste no se queme, y si se quiere, también ají picante). En la mesa poner cebollita verde picada para que cada uno le agregue. Como les decía al principio, cada uno le pone lo que desea, a mí la receta original me la dieron usando matambre desgrasado en lugar de blando, como carne. A veces le pongo tripa gorda, y otras, no. Lo mismo con los cueritos, que mucho no me gustan, y en lugar de huesitos salados, por ahí le pongo costillas de cerdo frescas. Que les salga rico a quienes lo hagan, y a mí que pienso hacerlo!vamos por ello y festejemos el 25 de mayo!

viernes, 10 de mayo de 2013

Mi pueblo va a cumplir 100 años, Yo 64.Mi tata llegó cuando tenía 13 y mi mamá (la mamina) cuando iba a cumplir 25. Ellos hicieron su vida y murieron, allí. Esta foto del cartel de la estación de ferrocarril me llena de recuerdos

TUCO




Ingredientes:
Carne o pollo.
1 cebolla grande o dos chicas.
1 pimiento morrón colorado.
1 lata de tomates al natural.
   Extracto o puré de tomates.
   Caldo.
   Condimentos a gusto: sal, pimienta, orégano, laurel, tomillo, pimentón, etc.
   Ajo y perejil picados.
  Aceite.

Preparación:
En una cacerola de fondo grueso, poner abundante (aunque no demasiado) aceite. Una vez caliente, poner la carne o el pollo sellándolos,  rehogar allí las cebollas picadas, el pimiento morrón también picado, agregar los condimentos para que suelten bien los aromas y el sabor y luego incorporar el tomate al natural, el puré o el extracto de tomates, y un poco de caldo. Bajar el fuego y dejar cocinar hasta que se canse, controlando que no se evapore el líquido. Si esto pasa agregar caldo o agua. Cuando esté listo incorporar el ajo y perejil picados y apagar el fuego.

Armado del plato:
Esparcir un poco de tuco en el fondo de una fuente de servir, espolvorear queso rallado, volcar encima la mitad de los ravioles, repetir la operación de tuco y queso, poner el resto de los ravioles y bañar con tuco y queso. La carne o el pollo pueden servirse aparte.

Esta es la primera receta que voy a subir a Internet. Sin duda la elegí porque los ravioles de mi mamá (la mamina), eran una GLORIA! Cuando los comíamos y la felicitábamos, su comentario siempre era: - todo un día cocinando para comer en 10 minutos! Eran tan ricos que todavía tengo guardado su sabor, como el de tantas otras cosas que ya iré contando.
A modo de anécdota digo que los que quedaban del domingo al mediodía los guardaba en la despensa, en una puerta fiambrera. Ibamos al cine a la tarde, quedaba frente a casa. En el intervalo me cruzaba y le robaba algunos, fríos, como si fueran una golosina.  

LOS RAVIOLES DE LA MAMINA





Ingredientes:
Masa: 1 kg. De harina común.
  • 7 huevos u 8 (si tenés 8 le ponés 8 y si no le ponés 7, vos ve, así decía ella).
  • 1 chorro de aceite (también vos ve)
  • Sal
  • Agua
      Relleno:
  • 1 atado grande de acelga (lavadas una por una las hojas, se hierve y se pica finito).
  • 1 cebolla picada finito.
  • Perejil, abundante.
  • 1 Seso de vaca (se le saca la piel que lo recubre bajo el chorro de la canilla de agua fry luego se hierve, cuando está frío se pica finamente.
  • 5 huevos.
  • Sal, nuez moscada, pimienta.
  • Abundante queso rallado.
Preparación:
Masa: poner la harina en una fuente amplia, salar. Hacer un hueco en el medio y cascar allí los huevos, agregar un buen chorro de aceite, batir un poco desde el centro hacia los bordes, para ir tomando la masa. Una vez formado el bollo, amasar hasta que quede liso y dejar descansar un rato, cubierto por un paño limpio. Se estirará la masa lo más fina posible al momento de armar los ravioles, repartiéndola en cuatro o cinco porciones.
Relleno: colocar un chorro de aceite en una sartén profunda y rehogar allí la cebolla picada, hasta que esté transparente. Se agrega la acelga picada y se continúa rehogando un poco más. Agregar el seso (si no se consigue seso se puede reemplazar por pollo picadito o simplemente por 2 latas de picadillo de carne). Se condimenta con la sal, pimienta y nuez moscada, y una vez todo rehogado se retira del fuego, se agregan los huevos de a 1 mezclando entre uno y otro y finalmente el queso rallado. Se rectifica la sal si es necesario. Se deja enfriar antes de armar los ravioles.
Armado: Dividir en 4 o 5 porciones el bollo de masa y estirar cada una lo más fina posible, sin que se rompa. Dividir por la mitad, marcándola y esparcir sobre una de estas mitades el relleno, en forma pareja. Colocar por encima la otra mitad y marcar los ravioles con una tablita o con un palo de marcar ravioles. Cortar con la ruedita o si no la tenés, con un cuchillo. Yo no pongo nada en las uniones porque si el relleno tiene suficientes huevos no se desarman.
Colocar los ravioles sobre un mantel enharinado y dejar orear. Pasado un tiempo, cuando se ve que la parte superior está sequita, darlos vuelta de a uno para que se oreen del otro lado. Pueden prepararse de un día para otro si no hace mucho calor, y una vez oreados cubrirlos con otro mantel para que no se sequen.
Cocción: Poner a hervir abundante agua con sal en una olla, una vez que rompe el hervor ir agregando los ravioles, moverlos suavemente con una espumadera, desde el fondo, para que no se peguen. Una vez que suben a la superficie ya están, de todos modos es muy rico probar uno mojándolo en el tuco.
            

LA COCINA


LA COCINA (16/09/08)


Abrió la puerta de doble hoja y entró a la cocina. Estaba calentita porque era domingo y el cuidador le había dejado prendida la estufa antes de irse a cazar. Era un mimo que ella supo apreciar en esa mañana helada del mes de julio. Envuelta en la bata de pirineo bordó, miró por la ventana, sabiendo antes de hacerlo, que lo blanco de la helada le haría sentir más frío; pero era lindo mirar la helada, el cielo tenía una luminosidad especial, la escarcha en el charquito debajo de la canilla parecía de cristal. Se quedó un rato frente a la ventana mientras se terminaba de calentar el café en la cocina de leña que él también había dejado prendida para que ella no tomara frío.
Se dio tiempo para desayunar, disfrutó del perfume del café con leche, saboreando tranquila los pedacitos de galleta de campo con manteca y miel. La manteca la habían hecho los chicos el día anterior y ella había intervenido al momento del último batido, cuando el suero se separa indicando que ya está lista para ponerle el poquito de sal que la haría tan sabrosa e irresistible. La miel la habían hecho las abejas, no sabía cuando, pero qué rica estaba! Tan pura, que era difícil sacarla de la lata.
Cuando terminó, lavó lo que había ensuciado, sacó la tabla de estirar la masa, la fuente enlosada donde la tomaría, la canasta de los huevos (pensando una vez más que su marido la había hecho en la escuela primaria, trenzando el alambre y dándole esa forma redondeada que permitía poner allí dos docenas de huevos sin problema) y se puso a preparar los tallarines que comería al mediodía con sus hijos.
Como llamada por su pensamiento apareció la más chica, agarró un banco y lo acercó a la mesa para ver cómo amasaba. Ella ya había mezclado la harina con la sal, había hecho un hoyo en el medio donde cascó los 8 huevos, agregó el buen chorro de aceite y, bajo los atentos ojos de la más chiquita, empezó a amasar con fuerza, agregando el agua que hizo falta para lograr esa masa firme y lisa que dejó reposar mientras le calentaba le leche y le preparaba los pancitos que comería con ganas, chupándose los dedos para sacar las gotitas de miel que se escurrían sin que pudiera evitarlo.
Cuando la chiquita terminó con su leche, la masa ya había reposado y fue el momento de dividirla en trozos y empezar a estirar cada uno de ellos. No era tarea fácil ya que la masa de tallarines cuanto más dura más rica. El palote hizo lo suyo y las masas quedaron del grosor que ella quería. También en ese punto viene bien un reposo, y ella lo aprovechó para arreglar a la niña para que fuera a Misa. Le pùso la pollerita tableada de pied de Poul blanco y gris, la que tenía un cuerpito de tela de sábana que evitaba que se cayera, y que puesto sobre la camiseta aumentaba el abrigo y disminuía la picazón que producía la lana de cabra del pulóver que le había hecho con el regalo de la tía Cachito, la de color amarillo maíz. Las medias tres cuartos blancas, la bufanda y el moño del pelo del mismo color, completaban el atuendo y así de bonita iría  a la Misa. Sus hermanas ya estaban desayunando, mudas y malhumoradas como siempre cuando recién se levantaban, y el hermano llegó ya vestido, restregándose las manos por el frío, en el mismo gesto de su padre, los dos tan friolentos! Se había peinado a la gomina, el jopo bien armado.
Finalmente todos acabaron su desayuno, cada cual hizo su cama y los cuatro partieron a Misa, de dos en dos. Las mayores por su lado, con sus lindos tapados, sus zapatos altos y medias de seda. Una morocha y otra rubia, hasta en el color de pelo eran distintas esas dos hijas. El varón y la más chiquita por otro lado, él todavía con pantalón corto que, pese a ser de franela, dejaba a merced del frío la parte de pierna que iba desde la media tres cuartos hasta el borde del pantalón. Sobre la camisa blanca llevaba el pulóver azul  escote en V que le había terminado justo el día anterior, y encima de todo la chaqueta cazadora gris. Por supuesto que la camiseta de frisa ayudaba a todos a estar más calentitos sin que se notara debajo de la ropa. A la chiquita finalmente la convenció de ponerse el tapadito de pana que le había mandado la tía Lita porque a Inés y le quedaba chico. Le quedaba hermoso! El color azul marino contrastaba con su carita rosada y sus rulos castaños. Al acompañarlos a la puerta, y mirándolos irse, se quedó pensando en lo lindo que era tenerlos. Tener esa familia que era la realización de sus sueños.
Pensando todavía en eso, volvió a entrar a la cocina. Comenzó a cortar los tallarines con la cuchilla que antes pasó por la chaira para ajustarle el filo. Una vez cortados los sacudió entre sus dedos para despegarlos y los fue poniendo sobre la mesa del comedorcito hasta el momento en que el agua de la olla hirviera y ella los pusiera a cocinar.
Volvió a la mesa de mármol, retiró la tabla, limpió todo y se dedicó al tuco. Ese tuco que tendría que defender a capa y espada cuando los chicos volvieran y empezaran el ir y venir desde la bolsa del pan colgada en la despensa, a la olla. Siempre tenía que enojarse para que pararan de “probar”, igual que con las papas fritas.
Picó la cebolla, el ají, ralló la zanahoria, abrió la lata de tomates y la de extracto de tomates, que le daría más color y cuerpo al tuquito y fue poniendo los ingredientes en la olla en la que ya se había dorado la aguja, esa crne que le gustaba usar en ese caso porque si bien era dura, era muy sabrosa, y como herviría mucho tiempo, cuando fuera a la mesa se desarmaría en las bocas. A poco de terminar de agregar las cosas y los condimentos necesarios: la hoja de laurel, el orégano, el ajo y el perejil, la pimienta, la sal, agregándole un buen cucharón de caldo del día anterior, empezó a sentir que el olorcito llenaba la cocina y entonces sí, decidió vestirse.
Como allí estaba calentito y el resto de la casa no, trajo la ropa y comenzó  a ponerse las medias, la pollera de franela gris y el conjunto tejido verde oscuro. No usaba camiseta pero sí combinación y, según ella, esa telita transparente y suave era suficiente para calentarla un poco. Nunca fue friolenta y le gustaba el invierno. No conocía los sabañones en su cuerpo pero sí en los de los suyos. Pensó en las piernas de Mabel, las manos de Cristina, las orejas de Miguel y de su marido y se estremeció por el dolor que le contaban que sentían. Había probado todos los remedios, los caseros y los de laboratorio, nada daba resultado, solo producían alivio. La más chiquita no tenía, por lo menos hasta ahora.
Dejó de pensar en eso y volvió a la olla, moviendo la cuchara de madera, a la cual le pasó después la lengua para ver si faltaba sal. Sí, le faltaba, pero esperaría más para corregirla porque mientras se concentran los sabores, se incrementan.
Decidió pintarse los labios y ponerse perfume, al fin y al cabo era domingo, y como decía la abuela Joaquina:-hay que distinguir el domingo!
El domingo es el día del Señor y como tal, todo debía ser especial; la ropa, la comida, las actividades. Ella había adoptado eso y sentía placer en ponerlo en práctica.
Volvió a revolver el tuco y se sentó en la silla más cercana a la cocina, donde siempre lo hacía, a fumarse un cigarrillo.
Miró el lugar y una sonrisa apareció en su boca. No había allí nada que no fuera utilizado en algún momento del día.
Sin embargo, esa era su sala del trono. Ahí era la reina.
Esa era su sala de meditación, su laboratorio de alquimia, el lugar donde se producían las ofrendas y también se las recibía. Allí escuchaba a sus hijos, a su marido y sus amigos y allí también ella contaba sus cosas.
Pensando en todo eso, continuó imaginando su domingo: volverían los chicos de la Misa, probablemente con Cachito y las chicas, Mónica y Marcela. Charlarían un rato de las cosas que pasaron en la semana y después las acompañaría como siempre hasta la esquina, donde acordarían juntarse a tomar el té, si Elvira lograba que “el gallego” la trajera cuando vinieran las chicas al cine de la tarde.
Despidiéndose de Cachito y las chicas, volverían a la casa y mientras los chicos ponían la mesa en el comedorcito, ella rallaría el queso, pondría los tallarines en el agua con sal hirviendo y, en el tiempo que tardaran en cocinarse, pondría un poco de tuco en la fuente de vidrio, encima un poco de queso, luego los tallarines, más tuco, más queso y humeando, a la mesa, a disfrutarlos con sus muchachos!
Después vendría la siesta, el té con las cuñadas contándose sus cosas, hablando de los chicos, los maridos, los chismes del pueblo, tejidos, recetas, y la vuelta a casa para el regreso del cazador. Despanzar las perdices entre cuentos del día, colgarlas en las perdiceras de los ganchos de la pared de la despensa para orearlas. Al otro día se regalarían algunas y se prepararían otras. Ya pensaría cómo hacerlas: en escabeche, con leche, con repollo y panceta, con polenta, ya vería, dependía de cuántas fueran y si eran chicas, coloradas o copetonas.
Para cuando terminaran ya se escucharía cerrar la cancel y los comentarios de las películas llegarían desde el living,  a la cocina.
De nuevo pondrían la mesa, se sacaría un poco de escabeche de perdices del frasco, para completar si los tallarines recalentados no eran muchos y se quedaban las chicas de Elvira, y así, de esa manera, en familia y comiendo, terminaría el domingo, el día del Señor, el día de la semana que cada uno de ellos distinguía a su manera y ofrecía. El de ella se había desarrollado en gran parte en la cocina, ese lugar que a todos les gustaba y que ella convertía en un nido calentito y protector.

lunes, 6 de mayo de 2013

inicio de la cocina








EL CUIDADOR



El charco debajo de la canilla del patio estaba escarchado, como todos los últimos días. Qué invierno frío!

Cuando los perros escucharon caer el agua en el balde se enloquecieron, ladraban, lloraban y daban vueltas en redondo en la perrera. Era domingo y faltaba poco para que el cuidador abriera la puerta y los dejara salir a retozar por el jardín mientras él tomaba mate, alimentaba las gallinas y preparaba las cosas para que los tres fueran a disfrutar el día más lindo de la semana: el domingo de caza!

Para salir faltaban como dos horas, ellos correrían por todo el jardín hasta el momento de subir al auto y partir al campo a cumplir con el trabajo que les imponía la raza pointer: marcar las piezas, hacerlas volar y cuando él las bajaba, traerlas y entregarlas en su mano, que después de ponerlas en la perdicera, les haría caricias de reconocimiento en la cabeza y recorrería sus largas orejas tocando los perdigones que él mismo había puesto allí con algún tiro apresurado.

El campo era la gloria en esos días tan fríos. Los cascotes de tierra negra tenían como una nieve blanca bordeándolos y se rompían con un ruido seco bajo las botas de cordones pasados por miles de trabas, que la noche anterior había lustrado con el esmero de siempre, y que gracias a eso, lo acompañaron durante toda su vida de cazador. Era muy friolento y salía cubierto de abrigo, guantes, bufanda y la infaltable boina cubriendo su pelada.

Llegarían al campo con el sol apenas despuntando y el frío en su momento más poderoso, pero al rato, la caminata haría que entraran en calor, y entre las pajas bravas que ofrecían nido a las perdices, vivirían su fiesta.

Cazarían hasta el mediodía, pararían para comer algo: chorizos secos con galleta era lo habitual, los perros habían comido un poco a la mañana y los dejaría darse una panzada a la tarde. Además, la excitación les quitaba el hambre y era mejor estar livianos para correr. Era un placer verlos en acción. Cuando marcaban una perdiz, levantaban una mano, señalaban el lugar donde estaba, con el hocico, y se quedaban quietos como si fueran de piedra, hasta que él con el silbato les ordenaba hacerla volar, para dispararle al vuelo. Decía que en vuelo tenían oportunidad de salvarse.

Después de comer, tomar el té de El Hogar, y despanzar las piezas de la mañana, seguirían cazando toda la tarde mientras los acompañara el sol. Cuando empezara a atardecer volverían los tres al auto, con las perdiceras llenas de animales muertos, colgando del cogote. Si habían tenido un buen día podían llevar a casa 3 o 4 llenas.

El cansancio era enorme. Estaban llenos de abrojos y raspados por los alambres de púas que habían tenido que pasar una y otra vez yendo de un cuadro a otro.

Al volver, paraban en el puesto a agradecer y dejar los caramelos para la señora y los chicos, que siempre los atendían tan bien. Llegando a la casa, sus propios chicos le ayudarían a bajar las cosas, que él acomodaría con paciencia para que estuvieran listas el siguiente domingo.

Antes de eso alimentaría a los perros, los atendería y les agradecería su labor y su compañía. Después del baño llegaría la hora de limpiar las escopetas, una y otra vez hasta que no quedara un rastro de pólvora en los caños, las aceitaría y las guardaría como siempre bajo llave, hasta la siguiente cacería.

Mientras tanto la patrona, la compañera de su vida, la hermosa mujer que el eligió, se ocuparía con los chicos, de acondicionar las perdices en la despensa para que se orearan y después, en la semana, se prepararía con ellas un escabeche como el que comerían ahora en la mesa del comedorcito, mesa de domingo a la noche, rodeada de familia. Las perdices se desarmaban en la boca, junto con las zanahorias y las cebollas, y algún grano de pimienta haría pensar que una munición se había colado, y a veces, una munición, haría pensar que era un grano de pimienta.

Rendido de cansancio, el cuidador daba gracias a Dios por su vida, antes de cerrar sus ojos en la cama caliente. Ese día le daba fuerzas para arremeterle a la semana que venía.